El enojo. Intentar calcular, prever, en qué minuto exacto te vas a enojar. Qué hecho ajeno, tostado quemado, café confundido, titular maldito te prepara para el enojo profundo ¿Cuántas otras preguntas y cuestiones hubiesen quedado latentes, dormidas, casi perdonadas de no haber llegado tarde?
Los problemas se entretejían en una bufanda asfixiante durante inviernos como el que vivíamos. Yo jugaba en desventaja, remando contra la marea que siempre fue para mí el tiempo. Corría contra el tiempo. Uno dice eso y parece que está en una carrera para ver quién llega primero, el contra remite a contrincante, oponente, algo digno. Pero en mi vida nunca me sentí como en una olimpiada y el contra en mi caso significaba el tiempo viniendo de frente para chocarme, tomarme de los brazos y retenerme.
¡Si hubieras entendido esto! O si yo hubiera podido explicarte. O si hubieras podido creerme. Tantas veces me perdí en el laberinto de pensar si era que no podías entender o que no podías creer y aquellos días en que me sentía insólitamente vivo pensaba que en algún momento lo lograrías. Cuando estaba mal intuía que nunca sucedería. Y hubo un día, ese día en el que me robaron tanto la esperanza que comencé a pensar que simplemente no querías creer o entender, que lo tuyo no eran los límites lógicos de la comprensión o los años enteros de concebir al mundo y al tiempo como lo hacen todos, no era una cuestión de voluntad sino de deseo. Me convencí de que me soltabas la mano y te hacías una con el tiempo, que en ese enfrentarse a la tormenta yo estiraba la mano y vos dejabas caer tu brazo como un peso muerto. Ese día tus manos pasaron a ser lo mismo que las agujas del reloj y tus muñecas flacas se dejaron encadenar. Nunca te lo dije pero me sentí traicionado. Nunca te lo dije porque sabía que tu enojo, justificado y amparado en horarios y convenciones, era un escudo completo para que dejáramos de hablar de todo lo otro que pudimos haber hecho mejor. Que pudimos haber sido mejor.
Si estas horas inciertas fueran tuyas también, si las estuvieras compartiendo conmigo me dirías que deje de socializar nuestras derrotas. Que deje de dividir la galleta de las responsabilidades, las culpas y los brotes de chocolate amargo en partes iguales porque en el proceso no hago más que llenar la mesa de migas. ¿Te acordás de cuando estábamos en el café? Nuestra última charla, otra de esas reuniones para intentar resolver lo nuestro como si fuera una cumbre de líderes mundiales discutiendo el cambio climático, con solemnidad y promesas truncas incluidas. ¿Te acordás de que hiciste un alto en tu discurso para decirme que dejara de hacer migas? ¿Qué pasó con tu café? ¿Por qué lo dejaste enfriar, casi sin tocarlo? A vos nunca se te cerraba el estómago y nunca abandonabas un café. ¿Fue esa la pieza de dominó que derrumbó todo? No dejo de pensar cómo hubiéramos encadenado las palabras de haber estado más templados.
Perdoname si me obsesiono, pero en los detalles está todo. ¿Cuántos segundos bastaron para que nuestro tiempo ya no fuera un futuro? Me pregunto eso y luego sonrío al sentir que es una desgracia. Una desgracia que nuestras horas no sean más nuestras. Una desgracia pensar que perdimos el tiempo, que perdimos algo que ni siquiera tuvimos, que te tuve apenas en tus detalles, en tus dedos o en tus pestañas cerrándose en reproche. Te tuve de a piezas temiendo perderte con el tiempo. Y así, desorientado en detalles, en instantes, en temores, llegamos tarde.